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Artigos Científicos -

Música em Geral

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Revista Música Hodie, Goiânia - V.15, 273p., n.2, 2015

el rol del cuerpo-vestido en la ruptura estética de virus

durante los últimos años de la dictadura militar


Daniela Lucena (Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, Argentina)

daniela.lucena@gmail.com

Gisela Laboureau (Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, Argentina)

anagiselalaboureau@gmail.com


Resumen: El texto parte de la hipótesis de que la propuesta del grupo argentino de rock Virus puede comprenderse como parte de una apuesta/respuesta micro-política de resistencia y confrontación originada desde finales de la dic- tadura, que apuntó a restituir el lazo social quebrado por el terror, a partir de programas estéticos relacionales y festi- vos. Estas nuevas estéticas-políticas se materializaron en obras, producciones, recitales, shows y espacios culturales que fueron conformando una trama underground que se multiplicó con la llegada de la democracia. En ese contexto, nos interesa recuperar la propuesta de Virus no como algo aislado o exclusivo del mundo del rock, sino en relación con todo ese proceso de renovación y combustión creativa, en el cual el cuerpo asumió un lugar central. Para esto, el artículo se enfoca específicamente en las novedosas prácticas vestimentarias de Virus y en el rol que en ellas jugó el cuerpo, ya sea como soporte de las acciones artísticas, como vehículo de encuentro con los otros, como territorio de indisciplina política o como “superficie de placer”.

Palabras clave: Cuerpo y prácticas vestimentarias; Rock nacional; Última dictadura argentina.


The role of the dressed-body in the aesthetical rupture of Virus during the last years of the military dictatorship

Abstract: The text is based on the hypothesis that the proposal of the Argentine rock group Virus can be understood as part of a micro-political bet/response of resistance and confrontation arising from the end of the dictatorship, which aimed to restore the social bond broken by terror, from relational and festive aesthetic programs. These new political-aesthetics materialized in works, productions, concerts, shows and cultural spaces that were forming an underground plot that grew with the arrival of democracy. In this context, we want to retrieve the proposal of Virus not as something isolated or unique in the world of rock, but in relation to all this process of renewal and creative combustion, in which the body took a central place. For this, the article focuses specifically in the innovative dress practices of Virus and in the role played by the body, whether as a support of artistic actions, as a vehicle for meet- ing with the others, such as territory of political indiscipline or as “pleasure surface”.

Keywords: Body and dress practices; National rock; Last argentine dictatorship.


O papel do corpo / vestido na quebra estética de Vírus nos últimos anos da ditadura militar

Resumo: O texto afirma a seguinte hipótese: a proposta do grupo de rock argentino Virus pode ser entendida como parte de uma micro-política de oferta / resposta de resistência e confronto originada no final da ditadura, que teve como objetivo restaurar o vínculo social quebrada pelo terror, a partir de programas estéticos e relacionais. A nova estética é incorporada em obras, produções, concertos, espectáculos e espaços culturais formaram uma trama sub- terrânea que foi multiplicada com o advento da democracia. Neste contexto, queremos recuperar a proposta Vírus, não como isolado ou único para o mundo do rock, mas em relação a todo este processo de renovação e de combustão criativa, em que o corpo tomou o centro do palco. Para isso, o artigo centra-se especificamente sobre as práticas do vestido do Vírus e sua relação com o corpo, em apoio às atividades artísticas como um veículo para a reunião com os outros, como um território de indisciplina político ou “lugar de prazer”.

Palavras-chave: Corpo e práticas do vestir; Rock nacional; Última ditadura militar da argentina.


“Hay mucha gente que cree que atender el cuerpo es una cosa estúpida, que bailar es perder el tiempo. Yo creo que atender el cuerpo es igual que atender la mente: es tan elevado lo uno como lo otro” (Federico Moura).


El libro Virus. Una generación (Riera y Sánchez, 1995) comienza narrando la histo- ria del grupo liderado por Federico Moura con un crónica del festival Prima Rock de 1981. Ese festival, realizado durante el mes de septiembre en Ezeiza, era el primer encuentro de rock al aire libre que se llevaba adelante durante los años de la última dictadura militar en Argentina. La actuación de Virus no fue exactamente la más aplaudida por los asistentes, que llegaron a sumar 10.000 personas durante la jornada más concurrida. Varios narajanzos


Revista Música Hodie, Goiânia - V.15, 273p., n.2, 2015 Recebido em: 10/09/2015 - Aprovado em: 10/12/2015

y abucheos parecían indicar que el público rechazaba esa acelerada performance musical que incluía remeras multicolores, temas cortos, versos con rimas y afinadores electrónicos para bajo y guitarra hasta entonces desconocidos en nuestro país.

El público le daba vuelta la cara a Virus y Federico Moura interpretaba esto en el contexto más amplio de la ausencia de libertades que vivía la sociedad en aquellos años, atribuyendo esa violenta reacción de los jóvenes a la represión, al autoritarismo y al mie- do que impregnaban todos los ámbitos de la vida. Un grupo de jóvenes de aspecto hippie, mientras tanto, decidía abandonar el recital en medio de la actuación de Virus, agitando una bandera de la paz frente al escenario: “Lo que dijo este chanta de Virus no tuvo nada que ver porque acá lo que se necesita es paz. No lo que dicen ellos: que está bien tirar cosas. Noso- tros queremos demostrar que no queremos eso. Venimos a escuchar buena música y a diver- tirnos, pero no a escuchar a estos tarados...” (Riera y Sánchez, 1995, p. 18).

Visto desde una perspectiva sociológica, este relato pone en evidencia las tensiones que atravesaban al campo del llamado “rock nacional” en ese momento particular. Los va- lores hegemónicos de ese espacio (representados emblemáticamente por los exitosos grupos Sui Generis y Serú Girán) vinculaban al rock con una actividad mental/intelectual, con le- tras comprometidas e intereses ajenos a la lógica comercial; una música trascendental don- de se enaltecía el espíritu, en desmedro de la corporalidad, el baile y el movimiento. La gé- nesis de esta construcción simbólica, que se expresaba en la polarización: música profunda, seria y anti-sistema para escuchar en el recital vs música banal, divertida y comercial para bailar en la disco, tiene una historia concreta, que se remonta a la propia constitución del campo del rock en Argentina.

A partir de 1965, el denominado “rock nacional” se instituyó en oposición a ese primer rock castellanizado y bailable que, con el apoyo de la televisión, había logrado una amplia aceptación popular de la mano del Club del Clan, Palito Ortega y Sandro. El primer LP de Los Gatos pero sobre todo su simple La Balsa - Ayer Nomás (que llegó a vender 25.000 copias, pese a las críticas de los músicos y sus seguidores hacia las estrategias de la indus- tria discográfica) aparecieron entonces como los hechos fundacionales de un nuevo movi- miento juvenil que renegaba de las canciones poco jugadas y “pasatistas” del tipo Club del Clan, hechas para “boludos alegres que se pavoneaban escuchando la música comercial que imponían determinados auspiciantes” (Olivera, 2007, p. 20).

Desde entonces, el llamado “rock nacional” se propuso como objetivo central lo que el guitarrista de Manal definió como “abrir los cocos” (Benedetti y Graziano, 2007, p. 13), privilegiando la concentración y la audición cerebral en los recitales, donde el público se co- municaba activamente con los músicos pero permanecía sentado, sin realizar grandes mo- vimientos corporales ni mucho menos bailar. Se trataba, entonces, de que el rock pudiese lograr la conformación de un espíritu juvenil crítico, de conciencia emancipada, contracul- tural o alternativo al modo de vida impuesto por el “sistema”, que aparecía entonces como el gran enemigo común de esa generación.

A pesar de esa prédica anti-sistema, el rock nunca se definió o reivindicó en nues- tro país como un movimiento político, sino más bien todo lo contrario. Desde sus orígenes, el rock fue desarrollándose como una opción de vida en paralelo – e incluso enfrentada – a la militancia partidaria, gremial, estudiantil o las organizaciones armadas. Sus valores constitutivos diferían mucho de aquellos mandatos que los grupos políticos y guerrilleros imponían entre sus militantes, en el contexto de la creciente radicalización política que se vivía en el país durante aquellos años. El periodista y editor Manuel Grinberg sintetiza del siguiente modo la posición ideológica sostenida por ese el rock nacional a fines de los años ‘60: “No apuntábamos al ‘cambio violento en las instituciones políticas, económicas o socia-

les de una nación’ (sentido extrínseco), sino que anhelábamos la transformación profunda del acto de existir en este planeta cultivando en nosotros mismos la promesa de otra reali- dad cotidiana” (Grinberg, 2004, p. 7).

Al comenzar los años ‘70, sin embargo, las letras de muchas canciones se “politiza- ron”, incluyendo en sus temas cuestiones vinculadas con la convulsionada realidad nacio- nal. De ese modo, la rebeldía espiritual y pacífica típica presente en la gran mayoría de las canciones convivía con algunas (pocas) letras de protesta social; con la llegada de la dicta- dura, las letras del rock fueron mutando, en general, hacia diversas formas de alusión y pa- ráfrasis.

Pero más allá del contenido puntual de las canciones, aún durante los años ‘70 la corporalidad seguía teniendo un lugar subordinado en relación con el intelecto, destinata- rio central de los temas interpretados por los músicos. Los investigadores Varela y Alabar- ces señalan que fue justamente durante los años de la última dictadura cuando se degradó y despreció aún más el baile, forma específica de socialización dónde el cuerpo adquiere un papel privilegiado: “...entronizar el espíritu, la trascendencia, sentirse herederos y puri- ficadores de la religión se oponía a toda forma de exacerbación corporal” (Varela y Alabar- ces, 1998, p. 53). Obturadas las posibilidades de cualquier tipo de militancia política el rock aparecía, sin proponérselo, como el movimiento adecuado para cubrir los huecos de la re- presentación vacante, como “ese mullido refugio donde no entumecer ni el corazón ni el ce- rebro” (Civale, 2011, p. 64). De allí la necesidad de delimitar más celosamente ese “nosotros” (serio, comprometido, crítico) que, aunque apolítico y sumamente variopinto en su interior, se presentaba como un colectivo homogéneo de resistencia juvenil (visión que, a su vez, fue reproducida y legitimada en la gran mayoría de los estudios sobre el rock del período).


1. El placer como principio ordenador


Planteado así el mapa de la configuración del campo del llamado “rock nacional”, resulta comprensible el rechazo hacia la novedosa actuación de Virus. La irrupción del grupo en ese espacio atentaba directamente contra las definiciones más legítimas de lo que debe ser el rock y de cómo debe ser un rockero. Con su disruptiva propuesta musical y estética, Virus ponía en cuestión la esencia misma, pero también la misión, del “rock nacional”.

En este sentido, consideramos importante destacar la línea en la que inscribieron su programa artístico: una desafiante tradición selectiva en la que reconocían como sus an- tepasados nada menos que al Club del Clan y sobre todo a Sandro: “Nos gusta la primera época de Sandro, cuando estaba con Los de Fuego. Creemos que Sandro, junto con algunos más, fue el precursor del rock en la Argentina. Muchas veces se habla de Litto Nebbia o de Tanguito, pero Sandro ya tenía ocho años de rock and roll encima. ¿Por qué borrarlo como si no existiera?” (Sánchez, 1998, p. 101).

Esta declaración de Federico Moura resulta muy sugerente, no sólo porque reivin- dica a esos músicos menospreciados y tildados de pasatistas y comerciales por los rockeros de los 70, sino también por la relación de Sandro con el cuerpo (el suyo, el de sus seguido- ras). Desde sus primeros shows, el cuerpo de Sandro sobre el escenario se movía, seducía, sacudía y perturbaba; era un cuerpo que trascendía “sus letras para afincarse en la erotici- dad” (Alabarces, 1992, p. 42).

Reconociendo a Sandro como el pionero del rock argentino, Federico Moura resca- taba al baile y al cuerpo como pilares fundamentales de la música rock pero además, se ali-

neaba con un cuerpo “otro” que era símbolo de sensualidad desplazada y marginal, moro- cha, suburbana, “groncha”. Federico no era precisamente un “groncho”, sino más bien todo lo contrario: era un “tipo fino” -tal como lo describen sus amigos- con buen gusto, bien ves- tido. Pero su despliegue de sensualidad sobre el escenario, su timbre de voz, su modo deli- cado de entonar las canciones, su vestimenta glamorosa y su sexualidad inclasificable re- sultaban gestos inquietantes y perturbadores. En este sentido, como veremos más adelante, el cuerpo de Federico también resultará un cuerpo “otro” para los parámetros estéticos de la época y para la exclusividad masculinista del llamado “rock nacional”.

Otra cuestión que generaba duras críticas era la referida a la duración y el conteni- do de las canciones. En épocas de largas zapadas y guitarras acústicas, el álbum debut de Virus, Wadu Wadu (1981), tenía quince temas y duraba en total 39 minutos y medio, o sea, un promedio de poco más de dos minutos y medio por canción, rasgo que no se modificaría demasiado en los siguientes discos del grupo.

En relación con las letras, ya para la edición del primer disco Virus contaba con la colaboración del artista plástico y sociólogo Roberto Jacoby, quién en esos años había co- menzado a escribir poesía, luego de su destacada actuación en la vanguardia artística radi- calizada de los años 60. Sobre su vínculo con Virus, Jacoby recuerda que escribió casi la mi- tad de las canciones que se hicieron mientras Federico estaba vivo, solo o en colaboración con algún integrante del grupo:


En “Wadu-wadu” ya estaba la idea de juegos verbales, de broma, de algo... ¿cómo te puedo decir? Era un momento horrendo, era el peor momento de la historia argenti- na, pensá que a Federico le habían secuestrado a su hermano Jorge, que todos ellos habían estado secuestrados, el hermano desapareció, la cuñada desapareció y des- pués reapareció, también la sobrina... Una catástrofe espantosa todo lo que le pasó a esa familia. Y eran tres hermanos que estaban en el grupo. O sea, la mayor parte del grupo había estado secuestrada por las Fuerzas Armadas y ellos sin embargo, hacían una música muy alegre, no hacían ninguna tragedia de todo esto sino que trataban de buscar una cosa para arriba ¿cómo generar un estado distinto de la depresión que era ese momento? Y bueno, creo que ahí hubo una química muy buena porque a mí me pasaba lo mismo, en mi vida yo también estaba rodeado de gente con grandes proble- mas, con cosas terribles (Batkis, 2005, s/d).


A excepción del tema “Ellos nos han separado” del disco Agujero Interior (1983), en el que se hace alusión a la desaparición del hermano mayor de la familia Moura1, en general las canciones de Virus eran lúdicas, con rimas y juegos de palabras. Eran letras de un humor irónico muy particular y, al mismo tiempo, presentaban una mirada lúcida y crítica sobre el propio rock nacional y sobre la realidad del país. De hecho, no está de más recordar aquí que los integrantes de Virus fueron de los muy pocos músicos que decidieron no participar del Festival de la Solidaridad Latinoamericana, recital organizado por el régimen dictatorial en el contexto de la guerra de Malvinas. La canción “El Banquete”, del álbum Recrudece de 1982, se refiere precisamente a ese momento particular de la historia argentina: “Nos han invitado a un gran banquete. Habrá postre helado, nos darán sorbetes. Han sacrificado jó- venes terneros para preparar una cena oficial. Se ha autorizado un montón de dinero, pero prometen un menú magistral”.

A pesar de esto, la mayor parte del público, de la crítica e incluso muchos otros mú- sicos se empeñaban en descalificar a Virus como un grupo superficial y hedonista, con le- tras tontas y vacías de significado. El baile y la diversión eran leídos negativamente, como signos de frivolidad y poco compromiso con la realidad -algo sumamente paradójico si te- nemos en cuenta la apoliticidad constitutiva del llamado rock nacional-.

A contrapelo de esta lectura, Jacoby inscribe la propuesta de Virus como parte de una “estrategia de la alegría” que “puede describirse de manera muy simple como el in- tento de recuperar el estado de ánimo a través de acciones asociadas a la música, hacer de ellas una forma de la resistencia molecular y generar una territorialidad propia, intermiten- te y difusa” (Jacoby, 2000). Llamando al público de los recitales en los teatros a abandonar la quietud de las butacas para bailar, disfrutar de la música y activar el encuentro con los otros, la “estrategia de la alegría” buscó “desencadenar los cuerpos aterrorizados” de los jó- venes para que dejen de ser cuerpos paralizados y se conviertan en cuerpos capaces de ejer- cer “movimientos conducidos por el deseo o el juego, formas íntimas pero no por eso menos significativas de la libertad” (Jacoby, 2000, p. 12).

Según explica el artista, la “estrategia de la alegría” surgió durante la última dicta- dura justamente en el mundo del rock, inspirada en la idea del Indio Solari, líder del enton- ces marginal grupo Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, quien consideraba que la misión de su música durante aquellos años era primordialmente la protección del estado de ánimo de la población.

Consultado sobre esta idea y los inicios de su grupo, el Indio Solari se reconoció “como formando parte de una conspiración inspirada en la política del éxtasis”, en la cual “existencialismo cínico, contracultura, mayo francés, beatniks, nueva izquierda, anti-psi- quiatría y música de rock como hilo musical brindaron el desfile de ideas que me empuja- ron hacia el futuro con una alegría impúdica que aún conservo” (Solari, 2011, p. 1).

La política de éxtasis, dedicada a la transformación de la especie, desafiaba las ideologías políticas convencionales y los sentidos comunes rutinizados para desacomodar- los y reorganizarlos en torno a nuevas experiencias no ordinarias, basadas en el disfrute y el placer: “Soy un hedonista ético declarado y por tanto estoy convencido de que tenemos derecho al placer. Creo, entonces, en poder utilizar el placer como principio ordenador. } Como una cuerda guía en un laberinto” (Solari, 2011,p. 2). El objetivo fundamental de esta tarea era, como ya dijimos, la protección del estado de ánimo de la población, y el rol social del artista aparecía como crucial para el logro de esa misión:


Un artista está obligado a surfear sobre las olas terribles de las cosas que ocurren y que pueden hacer intolerable la vida. Cuando solamente se declara pesimista es por- que está dominado por su arrogancia. (...) Un buen estado de ánimo es como una religión a un mejor precio. Su principal mandamiento es: ¡NO TE ABURRIRAS! Durante la dictadura militar fue necesario construir guaridas underground para Dionisios. Tratar de que el miedo no nos paralizara y el amor no fuera desacredita- do. Que siguiera operando como el simple deseo del bien para otro. Que la alegría no fuera parodiada y que la belleza apareciera aunque más no fuera esporádicamente (Solari, 2011, p. 1).


Pese a sus estilos bastante diferentes, Virus compartía con Patricio Rey y sus Redon- ditos de Ricota no sólo la ciudad de origen (La Plata), la teatralidad de sus shows o la com- plicidad de aliados creativos (Jacoby-Rocambole) ligados a la avanzada contracultural de los

´60. Como puede apreciarse en las palabras del Indio Solari, en ambos grupos, el placer, el hedonismo, la alegría y el baile eran elementos sustanciales irremplazables.

Siguiendo esta clave de lectura, consideramos que tanto la propuesta de Los redon- ditos de Ricota como la de Virus pueden comprenderse como parte de una apuesta/respues- ta micro-política de resistencia y confrontación originada desde finales de la dictadura, que apuntó a restituir el lazo social quebrado por el terror, a partir de programas estéticos rela- cionales y festivos que conmovieron los modos prestablecidos de concebir el hecho artísti- co contra hegemónico.

Estas nuevas estéticas-políticas se materializaron en obras, producciones, recitales, shows y espacios culturales que fueron conformando una trama underground que se mul- tiplicó con la llegada de la democracia. Si bien no es el objetivo de este trabajo abordar este complejo y diverso entramado de acciones (que incluye grupos de rock, teatro under, bares y espacios perfomáticos, talleres de artistas plásticos, discotecas), nos interesa recuperar la propuesta de Virus no como algo aislado o exclusivo del mundo del rock, sino en relación con todo ese proceso de renovación y combustión creativa, en el cual el cuerpo asumió un lugar central. Por eso en el próximo punto nos enfocaremos, específicamente, en las nove- dosas prácticas vestimentarias de Virus y en el rol que en ellas jugó el cuerpo, ya sea como soporte de las acciones artísticas, como vehículo de encuentro con los otros, como territorio de indisciplina política o como “superficie de placer”.


2. Jagger fue posible por Brigitte Bardot


Durante la última dictadura militar el cuerpo de los jóvenes fue el blanco privile- giado de las acciones de aniquilamiento y también moralizantes del gobierno, que en su in- tento por regular conductas, vigilar acciones y prevenir posibles “desviaciones”, se ocupó especialmente de delimitar y regular los rasgos de la estética adecuada y deseable, privile- giando en ella la extrema prolijidad, la prudencia y el recato. Todo aquel que escapase a las normas y valores conservadores y autoritarios propuestos por la dictadura sería considerado anormal/enfermo y articulado en la serie de significantes anormalidad-enfermedad-peligro. Marcelo Moura sintetiza muy bien esa regulación normalizante del poder: “Todos los regí- menes totalitarios tienden a masificar, a hacer un individuo prototípico que no se salga del modelo. Si vos sacás un color distinto, asomás un brazo, te lo cortan. Mediante la prensa, mediante todas las herramientas que maneja el poder” (Riera y Sánchez, 1995, p. 32).

En este punto, las iniciativas vestimentarias impulsadas por Federico tanto desde sus locales de ropa como luego desde el escenario junto a Virus, desplegaron modos de resis- tencia que permitieron potenciar nuevas formas de sociabilidad estéticas y corporales. Esas prácticas disruptivas, inscriptas en un campo de luchas por y a través del cuerpo, aparecie- ron configurando una estética alternativa a la normativa impuesta, como gestos de desobe- diencia enmarcados dentro de la “estrategia de la alegría”.

Desde mediados de los años ‘70, junto a Cecilia García y su compañero de Arquitectura Mario Lavalle, Federico tuvo sus propios locales de ropa Limbo y Mambo en la Galería Jardín de la calle Florida, donde se podían encontrar prendas que diferían de las es- téticas frecuentes en la mayoría de los jóvenes.

El nombre de su primer local Limbo sugiere la idea de un espacio límite, móvil, des- territorializado, al borde de... y las prendas que se encontraban allí expresaban esa mirada personal, que atesoraba una concepción del vestido que podía resultar a los ojos de los de- más “extraña” o “delirante”.

Si partimos de la concepción del mundo social como un mundo de cuerpos vesti- dos, la experiencia vestimentaria no sólo es social sino que se imbrica en relaciones de po- der que la configuran. La experiencia del vestido es una experiencia del cuerpo, del espa- cio social y del “yo” tanto como del “otro”. Es una experiencia que no se produce en el va- cío sino que es inseparable del entorno que la atraviesa y que le exige adecuarse al mundo que la rodea, ajustándose a ciertos parámetros de “normalidad”. Aquellos que recuerdan la propuesta de Limbo como “delirante para la época” nos sitúan en la dimensión moral y so- cial que el vestido posee como resultado de esas coerciones y tensiones, que se pusieron en

juego en relación con el entorno en el cual se estaba produciendo la ruptura propuesta por Federico. El músico, además, tenía un gran interés por la decoración y se ocupaba de darle a la distribución espacial de los locales su impronta personal, realizando las vidrieras y lo- grando una estética despojada, austera y de un orden milimétrico en la forma de presentar la ropa. Su hermano Julio recuerda que Federico “estaba implicado en todo el proceso del diseño de la ropa – desde los moldes hasta ir al barrio de Once a buscar las telas – le dedi- caba mucho tiempo al asunto” (Lescano, 2010, p. 40). Por otra parte, los desfiles que Federi- co organizaba junto con el artista Juan Risuleo en el Hotel Claridge planteaban una puesta escena que subvertía las formas tradicionales del uso del espacio, ya que la propuesta con- sistía en que el público se ubicara a la misma altura de las modelos para que no quedaran limitados a ver solamente los pies.

La clientela del local era un público reducido que se referenciaba con ciertos sec- tores de elite que tenían la posibilidad de acceder a las tendencias que estaban sucediendo en el mundo de la música y de la moda, desde el movimiento punk hasta la new wave. Eran jóvenes intelectuales y artistas “modernos” de clase media o alta, que encontraban allí la oportunidad de adquirir vestimentas que se ubicaban en las antípodas tanto de los impera- tivos uniformizantes de la moda masiva como de la anti-moda hippie.

Recordemos que en aquellos años la moda hegemónica proponía estilos anodinos o deportivos que, favorecidos por la apertura de las importaciones, exaltaban las marcas (que se lucían por primera vez en el exterior de la ropa) y desdibujaban las particularidades de los cuerpos, homogeneizándolos en tres talles: S, M o L.

Las prendas emblemáticas del rock consagrado, por el contrario, se alineaban en una contra-estilo más cercano a lo hippie, con remeras teñidas en forma casera (tye die) y pantalones pata de elefante.

En Limbo y Mambo, en cambio, podían encontrarse las audaces prendas diseñadas por el propio Federico: anchas y largas camisas con tablas y cuello mao, remeras de jersey, telas lisas de fuertes colores, hilo crudo, grandes estampados, galones y bordados, botones antiguos, pañuelos y pantalones derechos y simétricos. Julio Moura, quien junto con su her- mano atendía el local, recuerda las prendas que allí se vendían como “ropas muy pinzadas, prendas de raso, pantalones militares, cosas que no encontrabas en otro lado. Había cami- sas de voile con pecheras, simil camisas de frac y cuello mao. Las prendas eran novedosas y la clientela reducida” (Lescano, 2010, p. 40).

Los locales, a su vez, se transformaron en espacios de encuentro y sociabilidad pa- ra artistas plásticos como Alberto Magnasco, el fotógrafo Alejandro Kuropatwa o la ves- tuarista Adriana San Román, quien años más tarde se ocuparía del vestuario de la bandas, cuando el intenso trabajo de Virus no permitiría que Federico fuera el único en ocuparse del estilo estético del grupo. Aún así Marcelo recuerda que todos los diseños de Adriana eran conversados con Federico.

Los locales de Federico fueron la antesala de una estética que Virus trasladó al es- cenario, de hecho era en los locales donde ensayaban los futuros temas de la banda. Quie- nes conocieron a Federico no dudan en recordarlo como un dandi, que dedicaba el mismo fervor al atuendo como a la composición musical y escénica de los shows. En ese sentido, Virus “vistió” de detalles el escenario en más de un sentido, ya que su propuesta estética se materializó en una puesta en escena que lograba articular de modo interdisciplinario los distintos intereses de Federico. Varios de los protagonistas principales del llamado under porteño cobijaron ese despliegue de intereses, que se vieron reflejados en un trabajo conco- mitante entre diversos artistas como Renata Schusseim, Lorenzo Quinteros, Francois Casa- novas, Roberto Jacoby, Fernando Bustillo y Daniel Melgarejo, entre otros.

Un buen ejemplo de esa conjunción fue la presentación del álbum Recrudece en el Teatro under Olimpia en junio de 1982, con una serie de conciertos donde participaron mi- mos, bailarines de tango y el transformista Jean Francois Casanovas. El show contaba con varios cambios de vestuario – algunos en escena – de los músicos, que usaron desde bolsas de consorcio, guayaberas y sombreros de paja, hasta ropa de médicos y de jugadores de fut- bol, según lo requería cada tema. Hacia el final, el escenario se cubría de plásticos de co- lores y se arrojaban grandes rollos de nylon de colores a la platea, como si fueran serpenti- nas gigantes. La idea, producto del trabajo conjunto entre Lorenzo Quinteros -a cargo de la puesta en escena- y Jacoby, dio como resultado una serie de recitales marcados visualmente por el plástico (parodia de los calificativos de “banda plástica”) y derivó en una especie de “hecatombe plasticeril” con el público envuelto en verde y amarillo, bailando al ritmo pega- joso de las canciones. Se trataba, al decir de Federico, de “que la gente incorpore un poco el delirio, como forma de curar ante ese estado de muerte” (Humor, 1982, p. 75).

Como un virus rizomático que se ramificó a diversas zonas que no se redujeron al ámbito estrictamente musical, Virus desplegó elementos literarios, circenses y teatrales a la hora de subir al escenario, como perfomances que dinamitaron los compartimentos estan- cos y colisionaron las diversas disciplinas artísticas. Desorientar, extraer potencia del ab- surdo, indisciplinarse yendo de una identidad a otra: Virus mezclaba todo eso, pero no des- de la vacuidad de los sentidos o del exabrupto sino desde prácticas cargadas de significados desterritorializados, de allí su potencia subversiva pero también su incomprensión, aún en aquellos sectores más avanzados de la cultura.

Al respecto, resulta emblemática la nota de Sibila Camps en la revista Humor, lue- go del lanzamiento del primer disco de Virus en diciembre de 1981, en tanto puede servir- nos como un decálogo de todos los prejuicios que el campo del rock nacional albergaba a comienzos de los 80. Críticas a la inauténtica modernidad del grupo cuyo estilo new wave era considerado una remake de los 60; críticas a la falta de contenido y compromiso políti- co de sus letras: “Solo quiero sacudirte / en Plaza Constitución (Plaza de Mayo no rimaba ni fonética ni ideológicamente)”. Comentarios socarrones sobre la “delicadeza” del cantante del grupo: “Me habían comentado que Federico actuaba en forma muy sensual. Igualito que Paul, cacha el micrófono con pie y todo, y lo inclina para sí”, que no esconden la mirada ho- mofóbica de la autora: “Cuando no canta, se pone una manito en la cadera u hace mohínes, o se acerca a su hermano Julio y lo amenaza con terribles golpes de pelvis, no al modo de Tom Jones, sino más bien al de Raphael. Evidentemente, es un homo muy sensual”. Críticas por el clima de diversión que se vive en los recitales: “A esta altura del contagio, el circo ya me había aburrido por repetido” y una profunda descalificación hacia la música bailable: “creo que sólo tienen caldo de cultivo en discotecas, y que, por suerte, hay suficientes an- ticuerpos como para que sus bacilos de microscópicos coeficientes intelectuales no signifi- quen peligro de epidemia” (Humor, 1982, p. 82).

Como puede apreciarse, la ambigüedad de Federico resultaba inadmisible para el discurso dominante de la cultura del rock que albergaba rasgos autoritarios, machistas y homofóbicos y no fueron pocos los que comulgaron con la crítica de la periodista de Humor, una de las principales revistas opositoras a la dictadura que contaba con muy buena recep- ción entre los sectores más progresistas de la sociedad.

Así, las estigmatizaciones y el desprestigio fueron producto de la incomprensión que culminaba en los rótulos con los cuales eran categorizados como superficiales, banales, frívolos, llegando a ser catalogados como la “banda de putos”, tal como anunciara Luca Pro- dan en el Festival Rock in Bali de 1987. La imprecisión de aquellos cuerpos que asumían un carácter ambivalente e inclasificable los colocaba fuera de la obediencia y al mismo tiem-

po instalaba un desafío que desacomodaba la imagen con la cual el campo del rock estaba acostumbrado a pensarse a sí mismo. Estas disrupciones se dieron de un modo desobedien- te y desafiante, que atentaba contra las formas sexuales binarias y descolocaba las asigna- ciones tradicionales de género.

Haciendo alusión a dichos desafíos Jacoby recuerda: “A Federico le interesaba mu- cho la ambigüedad. No una definición claramente gay, sino la cosa más ambigua” (2008,

p. 1). La ambigüedad se escapaba de manera escurridiza de las categorías que buscaban aprisionarla, del clisé que ordenaba las estéticas de los jóvenes, como un modo de fuga a es- pacios desterritorializados que desafiaban las miradas atónitas de quienes necesitaban en- casillar esos cuerpos que aparecían escenificando múltiples caras. Se trataba, en suma, de la multiplicidad de un devenir ambiguo, que permitía colocarse en el límite, al borde, que se desacomodaba como un “limbo” que se reflejaba en aquellas prácticas del vestido que construían una identidad en fuga. En una entrevista en 1986 Federico se preguntaba:


¿Qué es el gay rock? ¿Bowie? ¿Presley? ¿Jagger? Una comentarista de modas dijo que Jagger fue posible por Brigitte Bardot, lo que me parece lindísimo. (...) Pero no hay co- tos, porque a mí me interesa en la vida la integración. Jamás entraría en los campos del aislamiento, porque pretendo que nadie tenga que decir “este es mi lado bueno, este es mi lado malo (Riera y Sánchez, 1995, p. 133).


Sus prácticas vestimentarias no se limitaron a cubrir los cuerpos sino que eviden- ciaron su dimensión política, rizomática, desterritorializando su grado de construcción so- cial. El aspecto andrógino de Federico ponía en evidencia la normativa heterosexual, pero al mismo tiempo instalaba un desafío en el terreno del vestido, ese espacio que pretende a través de la ropa transformar la carne en algo reconocible y natural cuando en realidad es el resultado de un arbitrio en sus designaciones. Priorizar las prácticas vestimentarias y los cuidados de belleza resultaba entonces sumamente disruptivo, puesto que se revalorizaba un terreno históricamente confinado al mundo femenino y considerado inferior y frívolo, con la consiguiente estigmatización y descalificación de quienes se ocupaban de ellos.


3. A modo de cierre


Como vimos hasta aquí, Virus irrumpió en la escena del rock generando un fuerte cimbronazo que ponía en evidencia ciertos rasgos conservadores que existían dentro de ese campo. La incapacidad de comprender las potencialidades de lo que allí estaba sucediendo se tradujeron en los ataques que se sucedían durante sus apariciones en escena o en la críti- ca de la prensa. Ese rechazo se daba no solo a causa de la ruptura musical propuesta por el grupo, sino también – y en gran medida – por la fuerte ruptura estética actuada en el propio cuerpo de los artistas: un cuerpo cuidado, que disfrutaba, que bailaba, que se reinventaba para ser siempre uno nuevo.

Si bien el orden político produce un orden destinado a regular los cuerpos y las conductas, en su mismo movimiento genera infinitos puntos de inestabilidad que conlle- van riesgos y conflictos. El cuerpo reproduce en pequeña escala los poderes que intentan volverlo objeto de control social, pero al mismo tiempo en los pliegues de su ropaje ateso- ra el posible despliegue de una resistencia como desafío a dichos intentos. En este sentido, las prácticas vestimentarias de Virus una pueden leerse como una indisciplina que se vuel- ve posible en tanto “toma la lucha contra la asignación política de seguir siendo el mismo” (Potte-Boneville, 2007, p. 174).

En esa fuga, la revalorización del cuerpo y el placer resultaron los pilares funda- mentales de novedosas prácticas artísticas, que se escurrieron de todo intento de clasifica- ción y se articularon en una “estrategia de la alegría” conformada por estéticas festivas y relacionales que alteraron los modos prestablecidos de concebir la acción política contrahe- gemónica. Se trataba, entonces, de cruzar los límites y fugar de los sentidos comunes rutini- zados, tal como dice el Indio Solari: “Me siento más cómodo en las fronteras, atreviéndome a cruzarlas en experiencias no ordinarias. Ampliando el campo posible de la interpretación de la vida. (...) Mi estilo creativo no sabe de antemano si algo está bien o mal” (Solari, 2011,

p. 2). Mientras el afuera aparecía signado por el terror y la vida cotidiana se plagaba de te- mores y ausencias, el mundo subterráneo de los recitales se convertía en el espacio de la vi- da desbordante, de la cercanía intensa, de la fusión colectiva en acontecimientos plagados de delirio y libertad.

Específicamente en relación con Virus, la incapacidad de comprensión provocó me- canismos de autodefensa que se traslucieron en las infalibles estigmatizaciones: “son todos putos” parecía tranquilizar a quienes con sorpresa se encontraban con unos jóvenes ma- quillados, de pelo corto con ropas extrañas y coloridas que desafiaban las formas estéticas esperadas.

Esas respuestas de rechazo y esas apreciaciones estéticas condenatorias hacia la propuesta de Virus en sus inicios nos resulta de suma importancia, porque nos permite pensar qué prácticas se habían instalado, impuesto y autoimpuesto a aquellos cuerpos que no podían tolerar la diferencia, no sólo en el plano musical, sino estético e incluso sexual. Paradójicamente muchos de los jóvenes que se refugiaron en el movimiento del llamado rock nacional desplegaron una política de la moral que nos permite mirar la complejidad de las prácticas vestimentarias, en términos de conflicto con aquel otro que no podía ser categorizado.

En el entramado de las relaciones de poder los cuerpos expropiados se volvieron centinelas y vigías del control social, utilizando aquellos parámetros normalizadores que ellos mismos padecían, pero orientados hacia prácticas disruptivas que restituían al cuerpo como lugar de placer, disfrute y goce.

Virus supo en su ropaje desplegar una resistencia frente a un orden y estado de las cosas que solo pudo dirigir su dedo acusatorio, tal vez como un despliegue de su terror y pánico en una reproducción moral que terminó en el despliegue de lo que no se podía com- prender y al mismo tiempo se temía. En un país de cuerpos atemorizados, torturados, des- aparecidos, los cuerpos expuestos en su goce resultaban perturbadores e inquietantes, in- cluso más que las palabras de protesta entonadas por varios de los músicos más exitosos de la época.


Nota


1 La letra dice: “Hermano, quiero apretarte la mano. Sabemos que ellos nos han separado. Parece ser un mal gene- ral que va haber que solucionar, tenés que estar en cualquier lugar, que pronto vamos a encontrar. (...) Porque la noche tiene final, la vida vuelve siempre a cantar, es su pedazo de libertad. Amigos míos una vez más, para po- der cantar, bailar, para poder amar, gozar. Para poder reír, llorar, tengo que estar con vos de nuevo, porque esto es lo que yo quiero”.

Referencias


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BATKIS, Laura. De Virus a Venus, retrato de un artista integral. La Mano, Buenos Aires, s/d, 2005.

BENEDETTI, Sebastián; GRAZIANO, Martín. Estación Imposible. Buenos Aires: Marcelo Héctor Olivera Editor, 2007.180 p.

CAMPS, Sibila. Este virus ya se lo habían pescado los Beatles. Humor. Buenos Aires: Revista Humor, p. 75-82, 1982.

CIVALE, Graciela. Las mil y una noches. Buenos Aires: Marea Editorial, 2011. 260 p. GRINBERG, Miguel. La generación “V”. Buenos Aires: Emecé, 2004. 294 p.

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POTTE-BONNEVILLE, Mathieu. Michel Foucault, la inquietud de la historia. Buenos Aires: Manantial, 2007. 288 p.

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SOLARI, Carlos. Entrevistade Daniela Lucenay Gisela Laboureauel 21 deseptiembrede 2011. Bue- nos Aires. Disponible en: <https://www.academia.edu/3473812/Entrevista_in%C3%A9dita_a_ Carlos_el_Indio_Solari_realizada_por_Daniela_Lucena_y_Gisela_Laboureau_2011_>. Acceso 15 de diciembre de 2015.

VARELA, Mirta; ALABARCES, Pablo. Revolución, mi amor. Buenos Aires: Biblos, 1988. 120 p.


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Daniela Lucena - Socióloga y Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Es investi- gadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y dicta clases de grado y de pos- grado en la UBA, la Universidad Nacional del Arte y la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales. Es autora del libro “Contaminación artística” (Buenos Aires, 2015) y ha publicado sus trabajos en revistas y catálogos de su país y del exterior. Es también evaluadora de la Fundación ph15 para las Artes.


Gisela Laboureau - Socióloga (UBA). Se desempeña como docente de grado y posgrado en la Facultad de Arquitec- tura, Diseño y Urbanismo y coordina el posgrado en Sociología del Diseño en la misma casa de estudios. Es investi- gadora del Instituto de Arte Americano e Investigaciones Estéticas Mario J. Buschiazzo (FADU-UBA) y forma parte del Grupo de Estudios Sociológicos sobre Moda y Diseño (GESMODI).

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